#SeresBahienses | ✍️📚 Marcelo Díaz, escritor: la palabra de vida
Nuestra gente, nuestra mirada, nuestra ciudad.
Marcelo Díaz tiene 57 años, es bahiense (de Villa Mitre) y se presenta como poeta, escritor, trabajador de museos y padre de Marina y Bruno.
Cuenta que el mundo artístico lo envolvió de chico, casi sin darse cuenta: su problema recurrente de asma lo obligaba a pasar muchas horas dentro de su casa durante el invierno, y la lectura era su gran aliada.
—Estaba en cama y me leían mis padres, mis abuelos —le dice Marcelo a 8000—, porque tener a un pibe de 4 años encerrado cuando todavía no había televisión, sólo un ratito después de las 5 de la tarde… Así aprendí a leer desde muy chico.
Lo primero que leyó fue una aventura de Hijitus: recuerda que era una revista pequeña, apaisada, que hoy leería en 7 minutos y en aquel entonces le llevó 1 mes.
La escritura llegó al tiempo, cuando empezó la primaria. Sus producciones iniciales fueron historietas sobre superhéroes, copias de lo que leía.
—Es algo que hacemos todo el tiempo... He escuchado gente que dice: “Yo no leo mucho porque si no, me influye”. Y siempre te va a influir; la única manera es leer mucho y escribir mucho para limpiar o procesar esa influencia.
Además de escribir, agrupaba las historietas en una especie de revista: doblaba las hojas, les ponía un ganchito y se las vendía a sus familiares.
—¡Era como un emprendimiento productivo también!
Y un adelanto.
Hoy Marcelo sigue leyendo y escribiendo. Mucho.
La vida del escritor no es particularmente aventurera ni demasiado atractiva, dice. Pasa mucho tiempo sentado, por eso en sus tiempos libres le mete a la actividad física.
Suele levantarse temprano; se informa y sale en bicicleta hasta la Dirección de Museos, donde trabaja. Después puede pedalear hasta La Carrindanga para entrenar 1 hora y media, o 2. Y a veces, suma pileta o un picadito de fútbol con amigos.
—Es un equilibrio. Los músicos no tienen este problema, los actores tampoco, los bailarines menos, pero la literatura tiene esa cosa de que uno a veces pierde cuerpo.
—¿Para qué sirve escribir?
—A cada uno, para una cosa distinta. A mí me aclara las ideas: no es lo mismo pensar internamente o incluso hablar que tener que llevarlo al papel. Llevarlo al papel o a la computadora implica organizar lo que tenés, lo que estás pensando.
Leer es otra cosa.
—Una vez que lo hacés porque te gusta, la lectura te sirve en un punto para escribir, también para aclarar tus ideas. Y leas lo que leas, también te sirve para informarte.
—¿Creés que se lee menos?
—Creo que se lee distinto. Leer, estamos leyendo todo el tiempo: en realidad, cuando vos agarrás el celular estás todo el tiempo con texto. Es más, me parece que estamos más rodeados de textos de lo que estaba yo en mi infancia. Pero es distinto, sobre todo en redes: por ahí no te concentrás en algo, sino que vas saltando de una cosa a otra.
Con el libro es diferente, pero. El libro consigue envolverte.
Y no hay condiciones para escribir, dice. Cualquier persona puede hacerlo, aunque algunas tengan más talento que otras. Eso sí: hay que entregarle tiempo.
—Hasta nosotros, que jugamos al fútbol y somos categoría “Prenicho”, dedicamos unas horas al día a correr, porque si no vas y te desgarrás a los 5 minutos. Por ahí ese es el problema: la ansiedad de querer hacer todo inmediatamente y no aceptar los procesos.
Marcelo no escribe sobre lo mismo que escribía hace 2 décadas. Porque su vida cambió.
—Tenés otras preocupaciones, el mundo te desafía... Hace 20 años, uno tenía más certezas y hoy estamos parados en un mundo que cambia mucho pero no terminás de darte cuenta hacia dónde está cambiando. Eso es estimulante para escribir.
Escribe sobre lo que procesa, lo que lee, lo que ve... Desde fotos familiares hasta un grupo de músicos que toca en la peatonal con unos llamativos atuendos de pieles rojas y un repertorio bastante peculiar, que va desde Hotel California hasta Chiquititas.
—Cosas que me llaman la atención y que tienen que ver un poco con el mundo en el que vivimos. Ese mundo medio mezclado donde no terminás de darte cuenta por dónde pasa la cosa. Todo eso me interesa.
Este texto de Marcelo se llama “Inventario del malón”. Y dice así:
7 lanzas, 2 hachas, 1 tambor,
14 indios, 1 caballo blanco.
De los catorce, sólo dos
lucen amenazantes, uno sonríe,
uno, detrás, es sorprendido en pleno
ejercicio de invisibilidad, uno tiene
un cuchillo entre los dientes,
uno permanece indiferente al mundo
y a todo lo demás, uno otea a la distancia,
como un prócer.
Un par pasa los cuarenta,
uno es realmente pequeño,
cuatro, en el ángulo izquierdo,
son adolescentes,
el resto oscila entre los veinte y los treinta.
El caballo, además de blanco, es potrillo.
Todos tienen el torso desnudo y cubierto
de pintura con motivos ornamentales.
Abundan las plumas, los flecos,
las cabelleras largas y greñudas.
En el centro, un cartel:
LOS ÚLTIMOS DE ESTA RAZA
Cuatro están casados, uno
preferiría no estarlo, cinco
son parientes entre sí, dos
se aman en secreto, uno querría
dejar todo y viajar, pero más adelante,
dos tocan la guitarra con destreza,
seis profesan la religión católica,
tres son ateos, cuatro, socialistas,
cinco militan con fervor
en las filas del anarcosindicalismo.
Diez, al menos, tomaron la primera comunión.
Seis pasaron una noche detenidos en un calabozo,
cuatro de ellos por un malentendido.
De los 14 integrantes del malón inmóvil, cinco
son italianos, seis, españoles, y los restantes
son siriolibaneses (aunque les dicen
turcos).
El caballo es blanco como el caballo de Lawrence de Arabia.
El tambor es un regalo que un familiar
trajo del norte, un adorno
más que un instrumento, por eso
suena así.
El que sonríe, con quince años, es mi abuelo.
El marco es de un cartón grueso y oscuro,
un marrón noble cubierto de ramificaciones con hojas
y pequeños florilegios en relieve. En el reverso,
escrito en lápiz, se lee:
año 1926, 1º premio
Comparsa 15 Argentinos.
Marcelo tiene su público en Bahía, aunque la llegada es distinta en comparación con la música o el teatro, donde hay más feedback.
—Uno escribe. Después lo ve un editor, después se publica el libro, después el libro se vende y por ahí a los 7 años te encontrás con alguien que dice: “Leí eso que escribiste”. Y entonces ya estás escribiendo otra cosa, pasó todo el entusiasmo…
De todas formas, dice que no busca el reconocimiento: si se da, perfecto.
—Leo autores que me gustan y están muertos hace 60 años. No podés decirles: “Qué bueno lo que escribiste”. Digamos que escribieron por otro motivo, ¿no?
Igual, le suceden situaciones valiosas en el contacto con la gente. Por ejemplo, como cuando va a una escuela:
—Que venga un chico y diga: “Yo también escribo”, o “Yo no escribo, pero rapeo” y se te ponga a rapear ahí, que te muestre lo que está haciendo, es superinteresante.
—¿Te parece interesante el rap?
—¡Superinteresante! Me parece distinto a lo que hago: en la escritura te sentás, corregís, dejás el libro… pero en el rap es impresionante. El otro día estábamos con unos amigos tomando una cerveza y aparecen los 2 chicos que rapean, te piden una palabra e improvisan. Esa capacidad de improvisación que tienen es genial.
🎤 Nuestro especial sobre el rap bahiense: Las voces de los juglares inquietantes
Para Marcelo, no hay mejor trabajo que el actual. Trata de no tener una mirada nostálgica sobre lo que hizo, aunque sí se siente orgulloso de algunos trabajos, como los textos que armó para FerroWhite.
—El trabajo en el museo requiere coordinación en grupo, trabajar con historiadores, con videastas, con diseñadores. Eso también implica, en cierto modo, salirte un poco de vos para coordinar con otros y otras, y enriquece la actividad del escritor.
Haber formado parte del legendario grupo de los Poetas Mateístas, que pintaban murales por la ciudad y compartían textos y lecturas, le dio la gimnasia de leer y mostrar sus escritos. Y es algo que sigue haciendo: hoy intercambia, por ejemplo, con otro gran escritor de acá: Mario Ortiz. #OrgulloBahiense
Mario es un amigo de la infancia. Y uno de sus escritores favoritos. También recomienda a Sergio Raimondi, Luis Sagasti, Omar Chauvié, Eva Murari, Roberta Iannamico. Y entre los más jóvenes, Diego Vdovichenko, Milton López…
—Se escribe mucho en Bahía y hay muy buena producción de poesía y algo de narrativa. Las letras se han desarrollado muy bien en las últimas décadas.
—¿Creés que el bahiense conoce toda esta diversidad?
—No es algo masivo la literatura. Uno la va descubriendo de a poco en trayectorias individuales, pero por ejemplo en el Festival de Poesía que nosotros hacemos o en el Festival de Narrativa hay bastante público en general, hay mucho público joven.
Marcelo aclara algo clave: vivir de la literatura, acá, es imposible. Acá todos se ganan la vida haciendo otra cosa y en el país, la mayoría vive de talleres y otras propuestas vinculadas a la literatura, y generadas por ser reconocidos, pero no por la venta de libros.
En su caso, trabaja en el museo, da talleres, colabora con distintas publicaciones y viaja por tareas específicas, como ser jurado de un concurso o asesor en algún proyecto.
—¿Qué es lo que más disfrutás de escribir?
—Hay distintos momentos. Uno en el que sentís la necesidad de escribir, tenés una gran compulsión de imágenes o cosas que ordenar. Ahí escribo sin pensar demasiado. Y después hay otro momento, que es agarrar y trabajar sobre lo que está: corregir, buscar lo que salió más o menos armado y ver qué es lo que no sirve. Ese es un trabajo un poco más racional, pero cualquiera de los 2 momentos es algo que disfrutás.
—¿Y el mayor aprendizaje?
—La paciencia y aprender a contemplar otros puntos de vista. Hay una frase de El mundo como supermercado, del escritor francés Michel Houellebecq, que dice: “Si no podemos dedicarle tiempo a un libro, cómo vamos a hacer después para dedicarle tiempo a una persona”. Me parece que esa paciencia que ejercitás con la lectura, eso que vas construyendo de a poco, es algo que trasladás a un montón de actividades.
Muchas cosas lo movilizan. Cuando recorre la ciudad en bici o a pie, trata de ir atento a todo lo que pasa alrededor. Caminando por el Puente Negro que une Parchappe y Cerri ve una frase que dice “Todo lo que no pasa también es la ciudad”:
—Me parece un arte poético. Todo lo que uno puede imaginar que podría ser posible acá o que en algún momento se imaginó que podía hacerse y que no pasa. La literatura en parte es eso: imaginar alternativas, pensar que las cosas pueden ser de otra manera.
No cree mucho en la inspiración. Prefiere buscar relaciones entre las cosas que no son las previsibles. Por supuesto: hay días en que todo fluye y otros, nada.
—En general, la escritura es algo que uno puede ponerse y hacerlo. De todos modos, cuando hago mis textos no digo: “Me tengo que levantar y escribir 1 hora”. Por ahí, si ese día no estoy particularmente lúcido, prefiero leer.
—¿Qué pensás del lenguaje inclusivo?
—En la medida en que te molesta que alguien hable con “e” y se puede aprovechar esa molestia para marcar la desigualdad que hay entre géneros, me parece que es interesante. No me parece interesante si eso se normaliza: normalizar algo en el lenguaje sin solucionarlo en otros planos hasta me parece problemático.
A él le cuesta incorporarlo en el habla, pero lo usa para escribir: opta por la “x”, que suele molestar “un poco más” porque ni siquiera la podés pronunciar.
Otro tema actual: la cancelación de cierto arte producido hace decenas de años, como los relatos infantiles de Roald Dahl o las novelas de James Bond; se plantean revisiones e incluso reescrituras para reemplazar contenidos que hoy resultan ofensivos...
—Hay que dejarlos como están. Y en todo caso, generar nuevos. Es lo que ha pasado siempre: los textos de una determinada época dejan en un punto de dar respuestas a inquietudes de las nuevas épocas y aparecen nuevos escritores planteando nuevos problemas. El problema de corregir los textos es que te borra una dimensión histórica. Si hacés eso y te agarra un poco distraído, pareciera que nunca hubo problemas con los negros, nunca hubo cuestiones con los gordos, nunca hubo problemas entre los géneros… porque los textos están actualizados y normalizados.
Además, la literatura de por sí genera una mirada distinta, usualmente lejos de la estándar.
—El arte te puede llevar a plantear ciertos problemas porque aparecen personajes que son desagradables o reflejan determinadas ideas… Pretender una literatura que sea de las buenas ideas o los buenos sentimientos es ir en contra de la literatura.
En un paredón blanco cerca del Puente Negro se lee “Poecía”.
—¿Qué te pasa cuando ves la palabra escrita con “c”?
—Me gusta. La escritura de las paredes tiene que ver con la poesía que genera la ciudad. Escrita con “c” llama la atención; si estuviera con “s”, por ahí pasás de largo. El arte trabaja con eso, con correrte un poco de la percepción de lo de todos los días.
Ese Puente Negro representa mucho para Marcelo, porque nació en Villa Mitre y lo cruzó miles de veces. De pibe, era el único camino para ir de un lado al otro ya que había mucho movimiento de trenes.
—Tenía tablones de madera que después los reemplazaron por este chapón, porque sobre mediados o fines de los 90, en los momentos más fuertes de la crisis durante el menemismo y con De la Rúa, se robaban los tablones para calefaccionarse.
Hace años había que hacer equilibrio para pasar, e incluso el sector tuvo sus momentos “picantes”. Pero en los últimos años cambió, gracias a ciertas intervenciones estatales y vecinales, como abrir la calle, asfaltar, iluminar y hasta crear la hermosa Plaza del Algarrobo.
Marcelo sigue viviendo en Villa Mitre, en la casa que era de sus abuelos. Es la tercera generación familiar en un barrio al que define como su lugar en el mundo.
—Charlábamos el otro día con Mario Ortiz, que también vive en Villa Mitre, que tenemos incorporados recuerdos de cosas que no vivimos porque nos lo contó gente más grande, familiares, vecinos... Nos pasó un día de estar en calle Falucho y decir: “Acá estaba la escuela 16”, y nosotros no vimos la escuela 16…
Esa identidad, dice, hace que le tengas afecto porque es algo que te trasciende.
—Villa Mitre desarrolló un sentido especial de pertenencia por la dificultad: de la plaza Rivadavia para este lado, tenías 3 o 4 manzanas y después ya era campo. Tenías el ferrocarril que te interrumpía el paso, el arroyo…. Fue un barrio que creció en relativo aislamiento y eso hizo que desarrollara una identidad particular.
Pero también reconoce que en esto hay algo de exageración, un condimento literario, como aquel grafiti: “Si pasa por Villa Mitre, no deje de visitar Bahía Blanca”.
—Esa cuestión de la identidad y ser exagerados le da como un componente vital y hasta de cierto humor o felicidad, que creo que también se necesita para ponerte a resguardo de ciertos fanatismos que desembocan en la violencia.
Más allá de la fuerte identificación tricolor, Marcelo se siente bien bahiense. Estuvo un tiempo en Buenos Aires y se volvió: disfruta mucho nuestra escala humana.
—Es tranquila, me gusta eso… Y tiene un gran movimiento cultural, cosas de ciudad más grande. Creo que el problema que tenemos los bahienses es que fueron tantos los relatos, como dice el himno de “la gloria mundial” y todo eso, que siempre vivimos como con esa sensación de que no fuimos lo que se pensó que íbamos a ser.
Y a veces somos injustos con nuestra Bahía, dice.
—Falta generar un discurso más acorde con lo que es la ciudad: está como la leyenda negra de que Bahía es careta, que no te deja crecer, que te tenés que ir. Y muchas veces es porque te comparás con ciudades que son más grandes: falta pensar desde Bahía.
Y para eso, hay que hacerse cargo y dejar de esperar que caiga alguien de afuera a traer soluciones.
—¿Te gusta esto del #OrgulloBahiense?
—Sí. No me gusta cuando es sólo con la gente que se destaca afuera, como si hubiera 4 bahienses nada más... Hay mucho que se hace en la ciudad y es motivo de orgullo.
—¿Y creés que Bahía es un buen lugar para desarrollar actividades artísticas?
—En la escritura, sí, porque es lo más económico que podés hacer como práctica artística: con una birome y un papel, lo hacés. Por ahí para la música, el teatro o las artes plásticas falta infraestructura. Tenemos un solo teatro que tiene capacidad para 600 y después tenés las salas pequeñas de los espacios culturales, que son muy difíciles de sostener… A veces falta también difusión, que la gente se entere.
Marcelo hace lo que le gusta. Y le cuesta verse haciendo otra cosa:
—Si no fuera escritor, no tengo ni idea qué sería. De chico quería ser astronauta, pero era un poco complicado… Desde chico me veo en actividades artísticas. Hubiera sido músico, no sé… No me imagino fuera de ese rango.
También disfruta mucho de la familia. A sus hijos Marina y Bruno, que ya no viven acá, se suman sus papás Osvaldo y Elsa, su hermano Christian (que es el director general de Museos y Arte), su cuñada Romina y sus sobrinos, Manu y Pedro.
Marcelo se para sobre un costado de la Plaza del Algarrobo y se pone a enumerar.
Ya tuvo hijos.
Ya plantó árboles.
Ya escribió libros.
¡Y ya volvimos a ser campeones mundiales!
Sólo le queda disfrutar, dice.
—Si mirás para atrás, ¿qué le decís al Marcelo que arrancó leyendo historietas?
—No sé si le diría algo, eh. Si hay algo en lo que no quisiera convertirme es en esos viejos plomos que dan consejos todo el tiempo, y empezaría por no hacerlo conmigo. Creo que cada uno hace su camino, y en la medida en que uno puede apoyar eso, bien.
Producción, videos y edición audiovisual: Tato Vallejos
Producción y texto: Belén Uriarte
Fotos: Eugenio V.
Idea y edición general: Abel Escudero Zadrayec
👀 #SeresBahienses es una propuesta de 8000 para contar a nuestra gente a través de una serie de retratos e historias en formatos especiales.
La estrenamos para nuestro segundo aniversario. Estos son los episodios anteriores:
👷♀ María Rosa Fernández, trabajadora de Defensa Civil: el poder de ayudar
👱♀️ Alicia D’Arretta, auxiliar de educación: la vida por sus chicos
🏉 Stephania Fernández Terenzi, ingeniera y rugbier: actitud ante todo
👨🚒 Vicente Cosimay, bombero voluntario: 24 horas al servicio
💁🏼♂️ Adrián Macre, colectivero y dirigente: manejarse colaborando
👩🌾 Delia Lissarrague, productora rural: aquel amor a la tierra
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